3 abr 2010

INDECISIÓN






















No había publicado nada en el blog por la simple y sencilla razón de que me había cambiado de casa, y eso me absorbió por completo, siendo además que se atravesaron muchas situaciones que me impidieron escribir: la epidemia de influenza, que terminó desequilibrando mi presupuesto, un problema dental que terminó en endodoncia y endeudamiento del cual apenas salgo, la noticia triste y esperada (nada me sorprende ya de los sogemitas) de la caída de Teodoro Villegas de la Escuela de Escritores de la SOGEM, ese espacio que tanto quise y del cual me desprendí hace ya tres años para bien.

Ahora, ya instalado y con los problemas financieros en franca resolución (léase aquí: me quité unas deudas para seguir imposibilitado de llegar a fin de quincena) me encuentro solo y confundido, preguntándome ¿y ahora qué?

Las cosas son simples: tengo un depa, tengo trabajo hasta que los dioses del desempleo quieran y una tesis a la cual no dejan de encontrarle peros. ¿Qué debo hacer ahora, aparte de buscarme otras actividades para tener un poco de lana extra?

Revisemos las posibilidades:

A) ¿Continuar escribiendo teatro? Si fuera así, tengo que plantearme seriamente el dedicarme a dirigir y tratar con otros actores, lo cual no deja de darme horror. Son demasiadas responsabilidades, demasiado batallar, demasiados roces con egos como el mío, o sea, hipertrofiados y chingativos. ¿Me atreveré? No lo sé, en verdad. Ya hay demasiado teatro lamentable en este país, no quisiera unirme al coro de los mediocres que se sienten soñados porque los dejan hacer el ridículo en escena.

B) ¿Puedo regresar a escribir cuento? No estaría mal meterme en algún taller y volverme a exponerme al prejuicio ajeno, nomás para forzarme a crear, a pelear por recuperar la voz literaria a la que renuncié.

C) ¿Y el gimnasio? Bien gracias. No, ya en serio, considerando que para todas partes cargo con una panza antiestética y que a los treinta y cinco años tengo que arreglar mi condición física para no andar dando pena ajena por la vida, el resucitar mi plan de activarme, más que sueño guajiro suena como necesidad. Sin embargo la economía apremia y al regresar de trabajar no quiero hacer nada que requiera moverme.

El problema, as usual, no es el saber qué hacer, sino decidirme por algo, y es así porque tengo un miedo atroz. Miedo a la vida, miedo a no llegar a nada después de hacer de todo, miedo a la decepción. Sobre todo eso: decepción de mí mismo.

Necesito sacarme la palabra fracaso de sistema, borrarme de la piel, por dentro y por fuera la palabra NO. Y la única manera de hacerlo será desde la inconsciencia, desde el salto al vacío que puede redimirme de mi fatalismo, de mi masoquista mediocridad.

En los próximos días habrá un salto o varios. No sé como será el aterrizaje, no sé cómo llegaré. Sólo sé que la mayor parte del viaje será en piloto automático y lentamente, por improvisación. Sólo entiendo que el vértigo y el miedo a la caída son terribles, pero más lo es la quietud, la sensación asquerosa de las posibilidades muertas, de los si hubiera y de los pude, conjugaciones que apestan a muerte y podredumbre, a derrota y renuncia. Habrá que hacer algo, inevitablemente, antes de que sea tarde.

Bueno, siempre es tarde, pero cuando es demasiado, ya ni siquiera se está vivo. Tendré que apurarme.