14 feb 2008

LLENAR EL ESPACIO

—¿Quieres venir conmigo?
A las tres de la mañana no había ya nadie en la calle, tan sólo nosotras. Yo ya me iba a casa cuando él se detuvo a nuestro lado.
—Pues depende de lo que ofrezcas, papá.
—¿Qué te parece Acapulco?
Hacía años que no veía el mar. Me acordé de ese último viaje de Semana Santa con mi familia, de la bola en Playa Hornos, de las noches húmedas, todos amontonados sobre la arena. De la mano de mi jefe bajando por mi regazo. De las amenazas, luego. Del dolor entre las piernas y en todas partes, muy adentro. Ahí corté el mal viaje y volví a la chamba.
—¿Acapulco a estas horas?
—Si nos vamos ahora llegamos para el amanecer.
Me di la media vuelta y comprendió el mensaje.
—Puedo pagarte bien.
—¿Cuánto?
—Diez.
No moví un músculo. Diez mil es una lana que no me sobra, pero se le escuchaba urgido. Le podía sacar más.
—¿Yendo hasta Acapulco? ¿Y luego cómo me regreso?
—Veinte entonces. Y te pago el pasaje de vuelta.
De verdad estaba desesperado. Me dio mala espina, pero la lana pudo más.
—¿Tu pagas el hotel?
—Y el desayuno. ¿Qué dices?
—Acérquese a la ventana, quiero verlo.
Estaba oscuro, pero sabía que era un viejo desde que escuché su voz cascada. Al asomar su cabeza lo confirmé. Un señor ya vivido y jodidón; y muy rico, pues su coche era de los caros. ¿Para qué te arriesgas, mensa, con la de locos que andan por ahí?, pensé. Pero era buen dinero y nunca me había subido a una nave como esa. Además me hacía falta para pagar mis deudas, y como diría una compañera mía, nada pasa por casualidad.
—Okey, papi, tu ganas. Ábreme.
Con la oscuridad encima dejamos atrás la ciudad y nos metimos en la carretera como si nos fueran persiguiendo. Traté de juguetear un poco con él para relajarlo. Estaba muy tenso, sujetando el volante como si se le fuera a escapar por la ventanilla. Me acerqué a su rostro y lo besé mientras le ponía la mano sobre la bragueta para acelerar la acción. Me sorprendió la dureza bajo la tela, tan rápida para alguien de su edad, y la ausencia de arrugas al rozarlo con los labios. Notaba la adrenalina a través del casimir, el olor de quien se excita con la emoción, con lo desconocido. El olor que una ya reconoce por experiencia en los chamacos calientes... ¿el aroma de la virginidad?
No, no es posible. Le saqué plática para no pensar más pendejadas de esas.
—Hacía mucho que no hacías esto, ¿verdad? Una canita al aire...
Pero él me tomó de la muñeca y la regresó por donde vino. No fue muy fuerte, pero me dolió.
Suficiente para preocuparme.
—Ya vamos a llegar. Quédate quieta y déjame manejar.
Obedecí. Esa voz se había vuelto oscura, potente. No me gusta probar la paciencia de mis clientes. Conozco el abuso y siempre trato de evitarlo. Él se dio cuenta y le bajó al tono.
—No temas. Quédate quieta y todo irá bien. Ya vamos a llegar.
Ese vamos a llegar sonó a final de suicida, y eso terminó de apanicarme. Ni siquiera parpadeé, aunque tenía ganas de cachetearme yo sola por estúpida y confiada.
—Bebe. Te hará bien.
Me quedé mirando el termo que me ofreció. ¿Y si era veneno?
—¿Vas a matarme?
—No seas tonta. Te necesito viva. Cuando lleguemos entenderás.
Antes de quedarme cuajada de sueño alcancé a mirarlo. Me llamó la atención el que se viera más joven. Pero no me sorprendió. Sé por experiencia que la noche y la lamparitas de los coches disimulan bastante bien las arrugas. Ya no entendía nada, ni quería entender. Nomás cerré los ojos y ya no supe más.
—Ya llegamos. Espabílate.
No sabía cuánto tiempo había pasado. Ahora su voz era la de un jovencito, tipluda e insegura. Nada que ver con la voz gastada que escuché en la banqueta, con el vozarrón de secuestrador que me aplacó en la carretera. Ahora sí me sacó de onda. Me cayó el veinte de que algo extraño le pasaba o que yo ya estaba lista para el maniquiur.
O ambas cosas.
Por fin el auto se detuvo en una playa desierta. Ese no era el Acapulco que yo tenía en mente. Ni hoteles, ni tráfico, ni foquitos en los cerros ni bahía ni nada. Sólo arena y una oscuridad más oscura que la noche: el mar. Iluminado por los faros del coche, nos llamaba con un ronroneo, pero no nos calmaba. No había rastro de gente ni ruido. Sólo nosotros y la oscuridad.
Nos quedamos adentro, como si el auto pudiera protegernos contra el peligro. Aunque yo no entendía cuál, estaba allí, se sentía. Era real. Y me hacía temblar.
—¿Es chistoso, no? Siempre fui un hombre con metas...
Fue la voz de un puberto la que dijo esto, de un chavo demasiado anciano, demasiado maleado para mantener esa voz pura sin que sonara mal. Una voz vieja con tonos y matices demasiado juveniles, chocantes.
Demasiado dolorosa para ser falsa.
—Un día, deseas ser joven de nuevo, recuperar el tiempo perdido. Pero no crees que eso se va a cumplir. Como no crees ya en nada, no imaginas que ese deseo se vuelva realidad...
Todo esto lo dijo sin que pudiera verle la cara, pero entonces la luna, gorda y llena tras las nubes que la escondían, le iluminó un poco el rostro, y entendí que no bromeaba. Se le iban cayendo los años como si fueran polvo sacudido a trapazos, dejándolo desnudo. Al fin entendía, pero no supe que hacer. Me quedé callada, esperando. Finalmente, cortó su rollo y me enfrentó.
—¿Me sienta bien la juventud?
—¿...
Tomó mi silencio como una decepción esperada, lanzando una risita.
—Bueno... ya me lo imaginaba. Ven...
Finalmente salimos. No me resistí, porque llevaba horas sentada y el cuero del asiento se me pegaba a las piernas, pero me quedé atrás, como si el coche pudiera protegerme de su dueño. Lo vi caminar hacia la orilla y se quedó mirando la negrura, buscando el horizonte.
—Hacía tanto que no venía a la playa. Tenía tanto trabajo...
Bajo su nueva adolescencia se asomaba el viejo, desilusionado de su vida, hablando consigo mismo. No quería acercarme, pero el calor me sofocaba. Lo único que quería era saber qué pintaba yo en todo eso, cómo escaparme sin volverme loca.
—...demasiadas obligaciones, ¿sabes? Negocios, conferencias, lidiar con la prensa, atender a mi esposa, cuidar a mis amantes...
Todo era tan sereno que era intolerable. Ni un granito de arena se movía, ni una brisa refrescaba el aire o desordenaba el pelo que le invadía el cráneo tras años de calvicie. Hubiera preferido que él gritara, que se desatara un huracán sobre la playa, que me abofeteara si así se rompía el hechizo que nos ataba a los dos. Fue sólo cuando salió el primer rayo de sol que él se derrumbó, como si en contacto con ese brillo se acelerara el rejuvenecimiento, chupándole toda la energía. El vómito le brotó de golpe y lo dobló sobre la arena, expuesto al mar. No me acerqué al principio, pero las arcadas fueron tan violentas que no soporté verlo así, casi ahogándose en sus tripas mientras era azotado por las olas. Por eso corrí a sostenerlo, olvidando el miedo y el horror. Al sujetarlo lo vi tan pequeño que me sentí como una madre estrechando a un hijo.
El me habrá adivinado el pensamiento. Aunque su esfuerzo era tan penoso como el dolor que sentía, me habló al oído.
—¿No tienes hijos, verdad?
—No—, respondí, —Así fue mejor.
—¿Por qué?
¿Para qué contarle? ¿Para que decirle en medio de todo esto que me negué a tener un hijo que también sería mi hermano?
Él comprendió y siguió con lo suyo.
—Yo tengo tres. Mas los naturales.
Se rió con toda la fuerza que le quedaba, sin ganas ni aire, y la amargura de esa carcajada me pegó de lleno en la cara, aumentando el asco que me daba su bilis. También se rió el fantasma de mi padre en mi cabeza, pero me negué a llorar. Las dos risas se parecían tanto que imaginé que él también tenía una hija, y que mientras la violaba ella sollozaba igual que yo con mi padre, y que ambos manoseaban igual, en los mismos lugares, con el mismo gusto al lamer nuestras lágrimas. A pesar de esto, no logré que mi odio superara mi lástima hacia ese hombre que había dejado de serlo.
—Dejé todos mis papeles arreglados... no necesitarán buscarme... mejor eso que el absurdo, y el escándalo... ¡el empresario convertido en niño...! ¡Pasen y véanlo!
Su carcajada volvió a sonar combinada con otra arcada, y ya no sabía donde empezaba una y terminaba la otra. Era horrible ver a esa criaturita llena de desprecio y años, mientras recordaba mi propio dolor. No podía dejar de ver otra vez a mi padre arrancándome la ropa, abriéndome, tapando mis gritos...
Ya no aguanté mas. Nuestras lágrimas cayeron al mismo tiempo, y antes de poder soltarlo me sujetó las manos con todas las fuerzas de adulto que aún le quedaban.
—...un día deseas volver a empezar, ¡volver a ser joven! ¡pasar otra vez por todo lo perdido...! ¡Tú me entiendes, vedad...?
No quería repetir eso otra vez, pero no podía alejarme de los recuerdos. Ni siquiera cuando me sacaron al bebé logré olvidarme de...
—Era tan sólo un deseo como cualquier otro... ¿cómo saber que se me iba a conceder así nomás...?
Lo comprendía. Su deseo se había realizado y ahora sentía horror de verdad. Estaba vencido sobre la arena, cada vez más inseguro, más pequeño entre mis brazos mientras el mar le robaba la vida a lengüetazos. Un abuelo más joven que sus nietos. Lo que seguía sin entender era mi papel en ese drama. ¿De veras querrá una puta como nana?
Pero entonces me alcanzó la idea. Su idea. Y temblé.
Nada pasa por casualidad.
—Lo deseas...
—Está loco...
—Te lo suplico...
—¿Por qué yo? ¡Hay otras mejores que yo!
Con la mirada me traspasó y me callé. Sí ya pasó un milagro no hay nada que impida que suceda otro. Al igual que él, no tenía escape. Estábamos atrapados en el dolor de nuestras vidas, y entre nosotros no habría ya más secretos ni barreras.
—Te rasgaron por dentro, ¿no...? Te lo arrancaron y te dejaron seca. Se te nota en el afán de cuidarme como a un hijo...
En mi cabeza escuché la frase antes de que la dijera, y me dolió el doble.
...un hijo que nunca tendrás...
Era inútil tratar de huir. Imposible escapar de ese playa, de mi padre, de las palabras del doctor: nunca podrías tener otro después de esto. Debiste venir antes.
No valía la pena aguantar el llanto o tratar de entender. Era imposible detener al sol, evitar que su cuerpo se disolviera entre mis dedos. Derrotados, él y yo nos rendimos por fin a lo que el misterio dispusiera.
—¿Y ahora qué? ¿Qué debo hacer?
—Tú, nada. Pero yo sí puedo hacer algo por ti. Sólo ayúdame.
—¿Cómo?
—Llenando el espacio que ocupa el vacío en ti. Yo sé que estás hueca. Pero yo puedo llenarte, aunque sea con mi ausencia.
—Eso es ridículo.
Y sin embargo en el fondo no me lo parecía. Era como cuando entré al negocio y me explicaron en que consistía todo: Es fácil, chula, tan sólo hay que dejar que llenen los espacios y listo. A cobrar y a chingar a su madre.
La desesperación invadió su rostro de bebé.
—¡No! ¡No lo es! Ni todos tus clientes juntos han podido llenarte como yo lo puedo hacer, como lo hace un hijo al salir de su madre. No pueden ni podrán por más que quieras, porque no son más que machos sin gracia, animales deseosos de vaciarse. Yo sí puedo llenar ese espacio que te robaron, porque soy hombre e hijo a la vez. Porque me llevaré tus penas conmigo.
Quería matarlo, quería correr, hundirme entre las olas, lo que fuera. Y sin embargo, algo en mí, más fuerte que yo, aceptaba esa idea.
—¿A quién le importa lo que nos pase? ¡Déjame!
—A ti y a mí nos importa. Deja de compadecerte. Déjame entrar en ti y ocupar antes de desaparecer el lugar del hijo que jamás podrás tener.
—Tú nomás vas en reversa, te disuelves...
—Y tú eres una puta sin futuro. ¿Y? ¡Esta es nuestra oportunidad! No nos queda mucho tiempo. ¡Ya decídete!
No sabía qué hacer. Pero finalmente obedecí. En el fondo él tenía razón. Sin pensarlo más me desnudé y lo tomé entre mis brazos, llevándolo directo hacia la puerta.
Era cierto, era apenas un muñequito de carne a punto de deshacerse. Me sumergí en el mar y éste nos recibió tibiamente, abrigándonos.
—Sólo abre las piernas...— fue lo último que dijo.
Así lo hice, como tantas veces. Finalmente comprendí qué pasaría. Nada podría impedir lo que ya estaba planeado. Cerré los ojos y dejé que entrara, que hiciera lo contrario a lo que hacen todos los niños al llegar al mundo. Pensé que nos costaría más trabajo, a él penetrarme y a mí soportarlo, pero todo resultó tan natural...
Cuando acabó me apuré a borrar cualquier pista. El sol ya estaba afuera, quemando el agua. Salí, me vestí y caminé hacia el auto. Limpié con un trapo que traía bajo el asiento todo lo que toqué y me llevé su cartera, sin dejar nada que me relacionara con él.
Tan sólo me alejé, sin mirar atrás. Y eso es todo.
Con todos los espacios cubiertos en mi vida, hasta disfruté el desayuno y el viaje de regreso a la ciudad.