25 nov 2010
EL ESCRITOR QUE DEJÓ DE LEER
La confesión que hago pública a continuación es real, y a la vez paradójica: hace tres años que no leo nada. Es paradójica, porque siendo un escritor (para ser más claros, un pobre diablo que pretendía escribir), el no leer significa un absurdo, o la demostración absoluta de algo que todos sabemos, que vivimos en un país cerril e idiota que se aferra a su ignorancia y patetismo con orgullo suicida. En realidad la paradoja es un asunto personal: dejé de leer, pero a la vez gracias a ello sigo aquí y aún puedo escribir. Aunque sea algo tan humilde como este texto.
Es necesario que haga un sumario brevísimo de los eventos que me llevaron a este punto: en 2006 perdí casi al mismo tiempo el lugar donde vivía y el trabajo que tenía como editor de una revista de cuyo nombre preferiría olvidar, y acabé en casa de un hermano al que me une un pasado mediocre y un amor/odio que ambos tratamos de soslayar con escaso éxito. Para colmo de males (o bendición, quién sabe) tuve que tirar el arpa en un proyecto editorial en el que los egos de ciertas personas pesaron más que el profesionalismo. Resultado: me declaré enfermo de muerte ante la cultura, y me concentré, totalmente en contra de mi voluntad, pero obligado por el aburrimiento, el fastidio y la necesidad de hacer algo -cualquier cosa, antes de que la depresión me aplastara- a dos cosas: sobrevivir y terminar mi tesis de posgrado.
Quien lea lo anterior pensará que soy afortunado y que me quejo de a gratis, pero esto no es tan sencillo como suena: a pesar de los inconvenientes (desempleo, frustración, pobreza patrimonial) podía dedicarme a terminar mis pendientes, y de pasada agregaba otro palmarés a mi currículo, pero a mí eso es lo que menos me importaba, puesto que en parte culpé a la literatura de todos mis males. Después de mis experiencias en el mundillo cultural mexicano, lo último que me interesaba era tratar con académicos o artistas, porque ya bastante desagradable es lidiar con mi propio ego como para batallar también con los de nuestros honestísimos, justos y simpatiquísimos sabios literarios, teatrales o de cualquier otro tipo, que siempre exigen más pero jamás recompensan el esfuerzo si no se pertenece a su mafia personal.
Como sea, el estar lejos de estas finísimas personas, así como de cierta gentuza que se hacía llamar “amiga” me sirvió: fui superando mi depresión y ganando fuerzas, hasta que un amigo de verdad, quien por desgracia ya no está entre nosotros, me permitió entrar a trabajar en una institución que a pesar de sus defectos sigue trabajando por una meta importante, y tras estos años de dificultades, cuento ahora con trabajo y con una tesis con la que recibiré mi título de maestro en poco tiempo. Debería de estar contento. Debería… pero no lo estoy.
Y aquí está la razón: todo este tiempo, ocupado con mi tesis y los trámites, limitado por la falta de dinero, y resentido con una actividad y un gremio que me marginó, dejé de leer. Estas razones son en realidad pretextos, porque si no leo, es porque en el fondo me asquea la actividad intelectual, por la simple razón de que leer me recuerda el pasado, el rechazo de la gente y el fracaso, no de mis proyectos, sino de mi afán por relacionarme con gente que sólo busca el trato humano para trepar por un escalafón que revela la naturaleza auténtica de la intelectualidad mexicana, la de la pasarela de egolatrías demasiado grandes en comparación con el talento en el que se sostienen. Antes, leía por gusto, por diversión, pero también porque leer, según yo, me permitiría entrar en un medio interesante, en el cual mi conocimiento me permitiría relacionarme con la gente, hablar sobre asuntos que son importantes. ¡Qué decepción! Con honrosas excepciones, lo que me encontrado son un montón de alimañas a las que mi actitud les provoca nauseas, y que hicieron todo lo que pudieron para perjudicarme. Ahora estoy lejos de ellos, gracias a Dios, pero algo se fracturó dentro de mí, y esa ruptura se traduce en un rechazo permanente al acto literario que aún no logro superar.
Quienes me conocen (y los que conocen mi obra, incluida la tesis que actualmente se encuentra en dictamen por parte de los sinodales) van a decir que es absurdo que sea capaz de afirmar lo anterior, cuando la pura tesis cuenta con 400 cuartillas. ¡Nadie que escriba 400 cuartillas para titularse puede sentir aversión a escribir! Pero cabe señalar que ese texto lo hice obligado por las circunstancias: mi titulación, primero, no podía seguirse posponiendo, pues hacía 10 años que había terminado los estudios y las cosas inconclusas pesan como un lastre; segundo, mis padres invirtieron mucho dinero en mi educación para que al final su hijo desertara de manera tan cobarde y pusilánime; y tercero, el título, aunque para mí en realidad no significa gran cosa, es algo que se puede colgar de un currículo mediocre (como lo es el mío), lo que se podría traducir en un mejor trabajo tarde o temprano. O sea, y para ser breve, tenía la obligación de acabar con este trámite. Puedo jurarles que no escribí una sola coma de ese texto por gusto, pero ya estaba ahí el deber de acabar, de sacar adelante el gran pendiente de mi vida. Y sin otra actividad a la vista, me sumergí en el proyecto tanto tiempo pospuesto por desidia para terminan haciendo una obra excesiva, que me sirvió de distractor en tan negros años.
Y lo mismo puedo decir de todo lo demás. Escribí mi primera obra de teatro por la obligación de aprobar la materia de teatro en la Escuela de Escritores de SOGEM, y ya después si la metí a concurso (quedando finalista) fue para tentar a mi ego y para ver si pegaba el lírico chicle y me aplaudían (por una pinche vez en mi triste vida); me aventé a seleccionar y recopilar materiales para un libro de cuentos porque junto con un grupo de “amigos” deseábamos crear un proyecto cultural independiente, pero finalmente el compromiso de sacar adelante lo pactado me pesaba más que el gusto de alcanzar una meta; y en cuanto a mi trabajo, no lo hago por gusto, sino porque me pagan por él y gracia a eso vivo solo, sin que la gente a mi alrededor me reproche por too lo que, reprochable o no, sirve de pretexto para conflictuarse conmigo. O lo que es lo mismo: las cosas no me salen por gusto, sino por obligación y por pura rabia.
Alguien peguntará si eso vale al pena, y le respondería con un no sé. El trabajar por la obligación para mí fue, sin darme cuenta, una liberación, porque el forzarme a hacer algo, agradable o no, se convirtió en una bendición disfrazada de martirio. Miles de veces he hecho cosas por la fuerza para encontrarme, de repente, instalado en la briega de esa actividad alcanzando un estado cercano a la beatitud y al Nirvana. Mientras trabajaba, mientras escribía, no penaba en mis problemas, no pensaba ni en mi infelicidad, ni en mi narcisismo catastrofista que me hace siempre esperar lo peor y maldecir mi destino desgraciado (ajá). Y entonces todo era maravilloso, porque al olvidar mis problemas terminaba mis obligaciones y mi mente se limpiaba de negatividad. Y sólo entonces mi vida era maravillosa. Contradictoria, pero maravillosa.
Y a partir de esto ahora entiendo algo terrible: me convertí en un adicto a la tristeza y a la actividad mecánica, casi incosciente porque aprendí a poner mi voluntad en manos de otros (mis padres, la autoridad, mis jefes, mi hermano) y mis deseos personales, signados por el fracaso y la censura, se transformaron en pautas de lo que no se debía hacer porque me causaban infelicidad. Y ahora, por ello, necesito hacer cosas por obligación, cosas forzadas independientemente de que me gusten o no o si son buenas o malas para mí. Por eso siempre opté por actividades escolarizadas, porque ahí siempre hay objetivos, recompensas, principios y finales. Y eso en sí no es malo, puesto que estoy ya hecho a una metodología de pasos, pero también denota mi absoluto terror ante la libertad, ante el espacio vacío. No por nada estudié guionismo, porque es un área literaria que exige estructurar, precisar, cubrir fines. Presentación, desarrollo y desenlace al servicio de una funcionalidad que se contradice por completo con la espontaneidad creativa, con la poesía, pero que por eso mismo establece una dialéctica feroz de la que sale el germen de un programa o de una película que tiene todo para ser un éxito.
Creo que ahora lo que procede es eso: trabajar arduamente, pero no por el resultado, que de todas maneras será decepcionante, sino por el simple hecho de trabajar, de cumplir cuotas, de gastar el tiempo de manera útil, antes de que éste se acabe. Y eso se aplica también a los libros, esos amigos que por culpa de terceros hice a un lado, tirados en un escritorio en la habitación de mi casa que he dado a llamar la “egoteca”, y que en realidad se ha convertido en el cuarto de las cosas y de la ropa, pero tener el único ropero de todo el departamento. Como siempre, el azote tendrá que pasar a segundo plano para dejar pasar el trabajo, la razón empapada de sentimientos más constructivos que la rabia y la soberbia. Sí, así es mejor gastar el tiempo, sin pensar pendejadas, sin rumiar tristezas inútiles. Porque el tiempo se acabará, inevitablemente, y será mejor al final haberlo aprovechado en trabajo, -aunque a nadie le importe- que en lamentos por una vida social que de todas maneras está envenenada por la estupidez y la adicción al éxito.
No andaba yo muerto ni andaba de parranda (bueno, de parranda sí, que tenía un retraso de 15 años en términos de orgiástica pachanga y los he repuesto muy bien), pero ya era hora de retomar mis choros. Había abandonado este bello templo digital dedicado a mi ego (jodido y zarandeado, pero egote al fin y al cabo), pero ha llegado la hora de desempolvarlo, de hacerle cambios, y de ponerlo a la absoluta disposición de su indiferencia, queridos e inexistentes lectores.
Entre las bonitas novedades que verán, habrá espacio para que me insulten sabroso en los comentarios abiertos (aunque no hace falta que me pendejeen, yo puedo hacer eso mejor que nadie y sin ayuda), y se ampliará la lista de blogs y páginas que podrán visitar pasándo por acá.
Anexo dos nuevas entradas: primero, un texto que analiza mi conflictiva relación con el trabajo y el esfuerzo personal, y luego, el ensayo con el cual fracasé (as usual) en el concurso que la revista de teatro más chuleada de México (no hay otra), la que no gusto de recordar. Son válidas todas las comparaciones con otros ensahyos ganadores, pero me abstengo de hacer comentarios: cada quien preferirá sus grillas, yo escribí esto porque es lo que pienso y ya me importa una mierda si gusta o no. ¡Las relaciones públicas a la hoguera, que son el cáncer de México y el escalafón del mediocre!
3 abr 2010
Al sentarle las vacas sagradas como patada en los mismísimos y notando que ya había demasiados autores convencidos de que mamón y solemne eran sinónimos, el escritor novato se dedicó entonces a crear una literatura divertida, serena, ligera. El asunto es que cuanto más agradable se proponía ser en sus textos y en sus relaciones públicas, la acritud del medio le golpeaba los dientes sin parar: de sus colegas recibía periodicazos, boicots, burlas y traiciones que dejaban a Judas en calidad de amateur. El autor (ya no tan) novato continuó su camino, olvidando agravios y tragándose su pena, pero la amargura era cada vez más difícil de disimular, lo que al paso de los años le volvió cada vez más intratable. Finalmente, cuando la tristeza, la furia inocultable, la soledad, la miseria integral y el cáncer de hígado se lo llevaron a la tumba, nadie se sintió cómodo, ni siquiera sus antiguos adversarios, quienes se esmeraron en dotarle de funerales, exequias y homenajes extemporáneamente amables. Los que en su momento conspiraron arduamente para destruirlo ya ni se acordaban de por qué el muerto era tan hostil hacia ellos. Lo importante sería, en adelante, rescatar su trabajo del olvido para que las nuevas generaciones descubrieran una obra literaria brillantísima y graciosa, producto de una felicidad que el artista, inexplicablemente, jamás pudo alcanzar.
No había publicado nada en el blog por la simple y sencilla razón de que me había cambiado de casa, y eso me absorbió por completo, siendo además que se atravesaron muchas situaciones que me impidieron escribir: la epidemia de influenza, que terminó desequilibrando mi presupuesto, un problema dental que terminó en endodoncia y endeudamiento del cual apenas salgo, la noticia triste y esperada (nada me sorprende ya de los sogemitas) de la caída de Teodoro Villegas de la Escuela de Escritores de la SOGEM, ese espacio que tanto quise y del cual me desprendí hace ya tres años para bien.
Ahora, ya instalado y con los problemas financieros en franca resolución (léase aquí: me quité unas deudas para seguir imposibilitado de llegar a fin de quincena) me encuentro solo y confundido, preguntándome ¿y ahora qué?
Las cosas son simples: tengo un depa, tengo trabajo hasta que los dioses del desempleo quieran y una tesis a la cual no dejan de encontrarle peros. ¿Qué debo hacer ahora, aparte de buscarme otras actividades para tener un poco de lana extra?
Revisemos las posibilidades:
A) ¿Continuar escribiendo teatro? Si fuera así, tengo que plantearme seriamente el dedicarme a dirigir y tratar con otros actores, lo cual no deja de darme horror. Son demasiadas responsabilidades, demasiado batallar, demasiados roces con egos como el mío, o sea, hipertrofiados y chingativos. ¿Me atreveré? No lo sé, en verdad. Ya hay demasiado teatro lamentable en este país, no quisiera unirme al coro de los mediocres que se sienten soñados porque los dejan hacer el ridículo en escena.
B) ¿Puedo regresar a escribir cuento? No estaría mal meterme en algún taller y volverme a exponerme al prejuicio ajeno, nomás para forzarme a crear, a pelear por recuperar la voz literaria a la que renuncié.
C) ¿Y el gimnasio? Bien gracias. No, ya en serio, considerando que para todas partes cargo con una panza antiestética y que a los treinta y cinco años tengo que arreglar mi condición física para no andar dando pena ajena por la vida, el resucitar mi plan de activarme, más que sueño guajiro suena como necesidad. Sin embargo la economía apremia y al regresar de trabajar no quiero hacer nada que requiera moverme.
El problema, as usual, no es el saber qué hacer, sino decidirme por algo, y es así porque tengo un miedo atroz. Miedo a la vida, miedo a no llegar a nada después de hacer de todo, miedo a la decepción. Sobre todo eso: decepción de mí mismo.
Necesito sacarme la palabra fracaso de sistema, borrarme de la piel, por dentro y por fuera la palabra NO. Y la única manera de hacerlo será desde la inconsciencia, desde el salto al vacío que puede redimirme de mi fatalismo, de mi masoquista mediocridad.
En los próximos días habrá un salto o varios. No sé como será el aterrizaje, no sé cómo llegaré. Sólo sé que la mayor parte del viaje será en piloto automático y lentamente, por improvisación. Sólo entiendo que el vértigo y el miedo a la caída son terribles, pero más lo es la quietud, la sensación asquerosa de las posibilidades muertas, de los si hubiera y de los pude, conjugaciones que apestan a muerte y podredumbre, a derrota y renuncia. Habrá que hacer algo, inevitablemente, antes de que sea tarde.
Bueno, siempre es tarde, pero cuando es demasiado, ya ni siquiera se está vivo. Tendré que apurarme.
2 abr 2010
27 feb 2009
Una de las ideas más felices que ha tenido Andrés Motta, también conocido como el No-Pianista, fue la de pagarnos el cable a los simpáticos habitantes de la Mansión Buñuel para Amigos Imaginarios. Gracias a él, pudimos desterrar al canal de las Botellas y a TV Imeca para ponernos hasta la madre de capítulos de Los Simpsons, Family Guy, House y Little Britain, series diseñadas para seres pensantes con alma perturbada como nosotros, el Lalo (mi histriónico carnal) el Master Yogurt (el buen Gerson Martinez) y su servidor. Por desgracia, al maestro Motta se le olvidó pagar, y como usé el dinero que nos dio para entrar en un concurso de cuento (escribir es gratis, pero que te lean es carísimo, y más si los cuentos los mandas por DHL para que lleguen) ahora hasta mañana sábado que cobro mi jugoso cheque recuperaremos la TV que nos gusta, gracias a Dios.
Por lo pronto, cada vez que se me ocurre encender la telera al regresar del mundo de la Democracia (o sea, mi trabajo en el IFE), al prender la tele me encuentro con el espeluznante panorama de un López Dóriga balbuceante o un noticiero de Azteca en el cual la noticia real ha dado paso a notas endulcoradas que suceden en un país que no existe. Como si no fuera bastante, ahora los Galindo Brothers, esos espeluznantes sujetos que se apoderaron de los domingos por la noche con programas de cantantetes y bailantes van a repetir el semi-reality, pero con “chitochitos”. ¡Sí, ahora seremos estúpidamente “graciosos”, y nuevamente el simpático Adal Ramones conducirá todo el bodrio! Como para salir corriendo por el arsénico si no pagamos pronto el cable. Después de eso, lo único que puedo decir es : ¿Dónde está Monty Python? ¡Albatrosss! ¡Albatrosssss!
P.D.: No todo es feo en la tele nacional. Gracias a Dios existe Silvia Navarro, y por mí puede actuar pésimo, pero con que salga ya se ganó el cielo. ¡Que felices son mis bugamomentos!
19 feb 2009
Desde hace dos años, un simpático par ha estado trabajando en los teatros de esta convulsionada ciudad para ofrecer a los que lo deseen una pieza clásica del teatro dadá. Ellos son Eduardo Candás (Actor, cantante y carnal mío) y Andrés Motta (músico, director de escena y alma inspirada), quienes decidieron hacer algo inusual: tomar una pieza de Tristán Tzara para seis personajes en la que no hay ni tema, ni orden ni historia ni nada que funcione dentro de la lógica del teatro tradicional y convertirla en un espectáculo unipersonal donde Candás interpreta y canta TODOS los papeles y Motta lo acompaña al piano y las percusiones. El resultado es una obra delirante que se mueve entre el music hall más sofisticado y el teatro de la crueldad postulado por Antonin Artaud, con resultados extraordinarios. No por nada, la crítica de teatro del suplemento Sábado del diario UnoMásUno la calificó durante su temporada en el Teatro Salvador Novo del CNA como una de las diez mejores puestas en escena del 2008. Así que , si usted busca una obra que se salga de lo convencional, asista a ver esta pequeña pero brillantísima joya todos los domingos a las 6 de la tarde en La Gruta del Helénico. Av. Revolución 1500, Col. Guadalupe Inn, al fondo. Créanme, es realmente buena.
A continuación, tres pequeñas minificciones que salieron de un tiro, inspirado en las minificciones del buen amgo y autor Rasabadú:
BOTANA SANGUÍNEA
La enfermera, cerulea y lanzando discretos eruptos de jabón Roma, del que irrita las manos al lavar carcerolas, me lanza el arponazo directamente al bicep izquierdo, pero aparte de la aguja también se le enganchan las uñas pintadas con esmalte verde. Me pide que me calme, que es sólo un piquetito, que la vacuna pronto hará efecto sobre mí y quedaré protegido contra el virus de la inmunodeficiencia emocional. Conforme empuja el émbolo va metiéndose más en mi brazo, formando un todo de uñas, hipodérmica y cuerpo. Continúa pidiéndome calma, serenidad, que no haga bizcos y pare de recitar la tabla del 7, pero sigue hundiéndose en mi brazo. Yo lo único que le pedí –y eso antes de que empezara a hundirse en mi carne- es que no fuera a inyectar en la boca del demonio que me tatué la semana pasada, porque aún no decidía la dieta que debía seguir y andaba hambreado, pero ella no hizo caso. Lo último que pude verle antes de que desapareciera bajo mi piel fue su chalequito verde, que desentonaba horrendamente con sus alaridos. Conste que se lo advertí.
CRISTIANDAD FAST TRACK
El Padre insistía en bautizar a todos los alumnos del hospicio, porque decía que era pecado ser pagano y además preferir la música de Leo Dan sobre la de José José, así que al terminar la clase de Origami para mancos se dio una escapada a la juguetería para comprarse una bazooka de plástico que procedió a rellenar con agua bendita extra fuerte que se trajo de su último viaje a Fátima, y justo cuando empezaba el taller de teatro de la crueldad (especialidad masoquistas)aprovechó y con sorprendente agilidad para su sobrepeso y la ajustada sotana que vestía –la cual permitía lucir su magnífico derrieré- comenzó a regar con la sacrosanta sustancia a sus educandos, los cuales procedieron a multiplicarse hasta saturar el reducido salón, diseñado para meter una máquina de coser y adaptado como aula a raíz de la última reforma educativa. El Padre, agobiado por la avalancha de alumnos y el fastidio de que nadie le avisara que todos eran gremlins, terminó falleciendo por asfixia, pero hasta el momento su alma no ha podido salir, de lo apachurrado que quedó su cuerpo. Hasta el momento se estaba pensando seriamente en ofrecerle una plaza como zombie, pero mientras no lo rescaten y le den cristiana sepultura no se puede asegurar que se lleve a cabo el trámite ante el Ministerio de Identidades y Otredades y el sindicato, que de fijo tarda una eternidad en mover su burocracia (y a veces hasta más tiempo).
EQUÍVOCO FUNDAMENTALISTA DEL ESPACIO EXTERIOR
El presidente de la organización para la protección de la vida sacrosanta del Planeta Quodzt-568, de visita en la tierra, había decidido realizar algunas compras para sus 329 retoños molones, así que pronto adquirió algunos palitos rascadores que esperaba serían un éxito. Vaya sorpresa que se llevó cuando el licenciado Santos Chamuco le señaló con evidente vergüenza que los susodichos juguetes también eran conocidos en la tierra como dildos. El pobre extraterrestre, pudoroso y a la vez dudando si deshacerse o no de los chiringuitos –que llevaba usando desde hace dos días como manitas rascadoras- se deshizo de los pecaminosos objetos por el ducto de la basura y regresó a su planeta con apenas una simple vergüenza cosquilleándole en el doble lóbulo cerebral de su tercera cabeza. Los empleados del hotel, situación aparte, hasta ahora no no se explican por qué gimen tanto las cucarachas travesties que viven de ocupas en las tuberías.
Herman Menville, Moby Dick
Vivimos una época extraña, a pesar de que todos los autores de antaño digan a manera de cliché que ellos mismos vivían en una época extraña. La nuestra, si es posible la diferencia, basa su extrañeza en el hecho de que ya no sólo damos las cosas por hecho, sino que actuamos ya sin preocuparnos por decir algo más que no sea lo que se dijo antes. En el pasado reciente, a finales del siglo XIX y a lo largo del XX, la conciencia era la de que todo se había hecho ya, o de que, en el mejor de los caso estaba por hacerse todo, pues la tecnología y las obras humanas eran lo máximo. Cual sería la decepción nuestra, que en el siglo XXI ya no solamente nos encontramos que las posibilidades estaban cebadas desde el principio, sino que lo ya hecho no sólo es insuficiente, sino que tampoco vamos a más. El sutuacionismo y las filosofías de nuestro tiempo han anunciado sin pudor que la posmodernidad significa refritear lo ya existente, agenciarnos lo que está a mano y reusarlo, y lo que es peor, sus seguidores más ignorantes o corruptos han llevado esta máxima al pie de la letra sin aportar nada, sin interesarse por otra cosa que no sea el mero plagio medio disimulado por apostillas o datos personalas poco trascendentes. La creatividad es una materia banal (o aún peor, una herramienta) que aprenden los publicistas para venderle cosas a quien pueda comprarlas, y la creación artística una actividad de élite consistente en profanar la significación de los objetos y las personas, no para resignificarlos o tranformarlos, sino para volverlos intrascendentes, para matarlos y después declararlos insustanciales.
No es mi intención ser reaccionario ni ingenuo, puesto que estas visiones de la vida en realidad poseen un sentido más interesante y erótico del que acabo de describir, pero desgraciadamente son pocos los que lo exploran. Tristemente, la impresión que generan los museos, las revistas de arte, los artistas y los críticos es la antes expuesta: el arte como un supermercado en el que la técnica no va más allá de la imitación, la imagen como una fotocopiadora que va perdiendo los detalles de los objetos y los rostros que multiplica, la literatura como un laboratorio en el que las palabras ya no pesan de tanto que se han purificado en la retórica del no-decir y acaban cargadas de duda y vacío.
¿Está bien oponerse a esta tendencia? Sí. Está bien no porque la reacción sea una actitud inteligente por sí misma, sino porque las intenciones y las ideas son idóneas, pero los caminos han conducido a un callejón sin salida, a un abismo que cada vez se está volviendo más difícil de superar. Es un hecho que ya no hay nada nuevo bajo el sol, pero la imaginación debe seguir siendo nuestro territorio por descubrir, el espacio virgen que sustituya a los continentes donde se desarrolla la aventura, incluso si ésta es íntima o sucede en ciudades en las que no hay más emoción que el temor por sobrevivir a la quincena.
La mayoría de los artistas de esta tiempo deberíamos haber actuado en consecuencia con nuestros tiempos, pero eso no sucedió; por el contrario, hemos fallado porque, o estamos ocupados en conservar un estatus, más que en generar un espíritu de verdadera creación que supere los vicios posmodernos, o porque hemos estado inmersos en resolver crisis personales que afectan nuestro trabajo y nos han impedido desarrollar planamente nuestros objetivos, nuestras habilidades, limitándonos a mantener el trabajo alimenticio o a callar ante el rechazo a nuestras opiniones. En ambos casos, el artista debe cuestionarse lo que hace, aunque para fines prácticos se debe afirmar que los segundos son los que tendrán la última palabra, al estar menos corrompidos con la conciencia social, menos comprometidos con las ideas de muerte y comodidad que tienen a los segundos jugando al éxito o presumiendo sus becas. No quiero mencionar aquí la palabra revolución, porque los argumentos que la aplican olvidan que a la naturaleza humana se le resbalan siempre las ideologías y tiende inevitablemente a la entropía y al mantenimiento de sus sistemas de comodidad, sin mencionar que el acto creativo va más allá de lo revolucionario, puesto que es un acto aún más trasgresor: la creación, la invención, es detonadora de las emociones escondidas en el alma humana: no sólo descompone e incendia, sino que exacerba al individuo en su conjunto. El arte no modifica, sino que revela lo que ya estaba presente y lo subraya hasta volverlo absoluto, ineludible: revela al hombre como es en realidad, y semejante exposición es más violenta que cualquier transformación.
La cita de Melville que da pie a este texto gira alrededor de esta idea: los artistas deberíamos defender el ideal del hombre y protegerlo de sí mismo, y eso significa enseñarle su verdadera naturaleza para que pueda amarla, para que la haga suya y la refuerce. La cultura del último siglo, lejos de mostrarle al hombre su propia naturaleza reconciliándolo con ella, lo ha puesto en guerra contra sus instintos, sus creencias, sus anhelos y sus orígenes: el psicoanálisis, lejos de ayudarle, se ha convertido en un yugo que exige al paciente obedecer a su médico y adaptarse a una sociedad que no acepta lo que sucede; las familias, en vez de ser espacios de convivencia están convertidos en generadores de disfuncionalidad y neurosis, mientras que el arte y la cultura, en palabras de Antonin Artaud, se encuentran separadas de la vida, reducidas “a una especie de inconcebible panteón; lo que motiva una idolatría de la cultura”, pero no una vivencia de la misma y a una interacción, lo cual sería el ideal.
Seguramente, y como de costumbre, las tendencias de los últimos años se revertirán en gran medida cuando los artistas –y la sociedad con ellos– entiendan que hay que intuir e inventar nuevos caminos, aunque sea recordando los viejos, en vez de dar vueltas sobre la misma ruta hasta hacer de ella una zanja –o trinchera, según la belicosidad de cada quien–, y que la opción para lograr esto sea retroceder sobre lo andado. Pero que no se interprete esto como un retroceso: cuando los exploradores se pierden, regresan sobre sus pasos para recuperar la ruta. Sólo así se puede seguir adelante. Sólo así se puede tener un objetivo, cualquiera que este sea para el arte y para la significación humana.
9 feb 2009
Me desesperan los blogs. Me cansa esa avalancha de textos electrónicos en los que sus autores se avientan a dar línea sobre todos los temas conocidos –y de los desconocidos también– como si fueran los conocedores que el mundo esperaba, cuando muchas veces tan sólo demuestran su inmensa ignorancia y su soberbia desbocada. Y sin embargo, aquí estoy yo poniendo mi colaboración en este desfile de choros intragables. Venga, entremos al club de una vez.
¿Por qué? Porque yo también tengo que hablar. Ni modo, soy escritor. No el mejor, francamente, pero lo soy, y eso significa que también debo hacer público mi imperfecto y torturado pensar. Que les quede claro a todos: soy simple y llanamente un escritor, no un intelectual, y que vaya a chingar a su puta madre el que me cuelgue ese infecto sambenito. No estoy para cambiarle la vida a nadie, ni para darle cátedra a nadie, salvo que me quieran incluir en la nómina de alguna institución educativa. No soy perfecto ni me interesa serlo. Tan sólo quisiera decir algo que rompa con el concierto de afinadísimos y melódicos mediocres, este coro intolerable de sabihondos que se sienten bordados a mano tan sólo porque creen que saben. Yo también soy ignorante, pero tengo a la mano algunas migajas de conocimiento, y también quiero divertirme. También quiero tener una voz.
¿Por qué no la había expuesto antes? Porque me harté. Me asquee de todo lo que tenía que ver con intelecto, con escritura, con ideas, con intelectualidad. Me causó un gran repudio el comprobar ciertas traiciones que aún me duelen; y finalmente, me harté de ayudar a otras personas a recibir reconocimientos que a mí se me negaban, lo que terminó enfermándome. Literal y totalmente: a la vez que la envidia me corroía, también físicamente me invadía una nausea y un malestar de tal magnitud que el desastre acabó invadiendo toda mi vida: sin hogar, sin trabajo, fastidiado con mi familia y con un círculo de amigos voluntariamente reducido, me vi obligado a enfrentar a la única persona con la qué tenía que pelearme: yo mismo. Y la confrontación no me gustó, pero fue muy educativa.
El proceso de curación en el que me encuentro inmerso no ha terminado. En cualquier momento puede remitir el malestar y de la noche a la mañana la metástasis del alma se me puede subir de nueva cuenta. ¿Pero qué puedo hacer? ¿Guardarme en una antiséptica burbuja? ¿Sumergirme en cualquier materia evasiva, como libros, resentimientos, drogas? No, eso no tiene caso. Y la verdad, no tengo ganas de jugar a las abstinencias totales o a la inclusión de alguna saturación absoluta. Lo que yo quiero de verdad es hacer algo interesante y provechoso, y además hacerlo bien. Y creo que la escritura es ese algo, a pesar de mis carencias y deficiencias. Aunque no le guste a los demás, aunque resulte ridículo. Aunque me equivoque.
Soy un tipo común y corriente, nada más. Tengo un ego que combina la soberbia desbocada con un afán de castigo que sería bien recibido por los inquisidores de la Colonia, y que se complementa estupendamente con una fobia social que no me deja sobresalir. El negocio de la escritura –y cualquier otro- necesita desenvolvimiento social, carisma, encanto personal y –admitámoslo- cierta predisposición a lamerle las botas a los detentadores del poder. Yo francamente no tengo esas cualidades, y aunque algunos dicen que sí, la verdad no soporto estar con más de dos desconocidos en un mismo cuarto por mucho tiempo, o lo hago preparándome como lo haría un actor antes de salir a escena. Y eso los actores lo pueden hacer porque las funciones de teatro tienen un principio y un fin, y la vida no, salvo que uno salga de escena para siempre. La vida no se detiene hasta que se detiene, ni cuando estamos dormidos, y yo todavía no encuentro la manera de sostenerme la máscara demasiado tiempo, aunque más bien sea precisamente mi máscara, mi ego, el que hace insostenible mi vida diaria y lo que necesito es quitármela. Pero eso también es un gran problema que no tengo intención de resolver por ahora.
Tengo treinta y cinco años recién cumplidos y media vida que no me ha dejado demasiadas satisfacciones. No me siento a gusto con mi cuerpo, mi energía está baja y mi pensamiento es a veces demasiado obtuso, pero de repente se me ocurrirá algo bueno para poner en este blog, para que la misantropía no me aplaste del todo y pueda intercambiar contacto con otras personas, para que mi mensaje vaya más allá de este mar de voces inconscientes de sí mismas.
Hoy levanto mi silencio, el que me impuse por más de dos años, tras el estrepitoso fracaso de un proyecto cultural basado en la amistad traicionada y en la confianza destruida. Lo levanto porque escribir, aunque a veces no lo parezca, es vivir de dentro hacia fuera y decirse a uno mismo y a los demás aquello que nos puede salvar de nuestro propio ego, de nuestros demonios y fantasmas. Lo levanto porque alguna vez el escribir fue un placer, y deseo que vuelva serlo, por más que me duela, por más insatisfactorio que resulte el que otros me lean y no les interese. Lo levanto porque, aunque no escribo ni los versos más exquisitos ni las historias más originales, las escribo desde dentro y las reviso para que tengan un significado real, para que vivan por algo más que la gramática que las ordena o la retórica que las maquilla ante los ojos del lector. Voy a escribir no para cubrir los requisitos impuestos por los críticos, sino para expresarme de manera egoísta y a la vez absolutamente generosa. De antemano pido disculpas, porque esto no cambiará. Necesito vivir a través de mí mismo, y sólo escribiendo lo podré hacer. Así que si no quieren leerme, bueno... hay otras páginas, ¿no? Léanlas y déjeme en paz. Y los que sí quieran, pues bienvenidos, y gracias por darme su tiempo. No se hacen devoluciones del mismo, pero se entregan auténticos momentos de vida a cambio de unos minutos en la computadora. De algo habrán de servir. Ojalá.
14 feb 2008
—¿Quieres venir conmigo?
A las tres de la mañana no había ya nadie en la calle, tan sólo nosotras. Yo ya me iba a casa cuando él se detuvo a nuestro lado.
—Pues depende de lo que ofrezcas, papá.
—¿Qué te parece Acapulco?
Hacía años que no veía el mar. Me acordé de ese último viaje de Semana Santa con mi familia, de la bola en Playa Hornos, de las noches húmedas, todos amontonados sobre la arena. De la mano de mi jefe bajando por mi regazo. De las amenazas, luego. Del dolor entre las piernas y en todas partes, muy adentro. Ahí corté el mal viaje y volví a la chamba.
—¿Acapulco a estas horas?
—Si nos vamos ahora llegamos para el amanecer.
Me di la media vuelta y comprendió el mensaje.
—Puedo pagarte bien.
—¿Cuánto?
—Diez.
No moví un músculo. Diez mil es una lana que no me sobra, pero se le escuchaba urgido. Le podía sacar más.
—¿Yendo hasta Acapulco? ¿Y luego cómo me regreso?
—Veinte entonces. Y te pago el pasaje de vuelta.
De verdad estaba desesperado. Me dio mala espina, pero la lana pudo más.
—¿Tu pagas el hotel?
—Y el desayuno. ¿Qué dices?
—Acérquese a la ventana, quiero verlo.
Estaba oscuro, pero sabía que era un viejo desde que escuché su voz cascada. Al asomar su cabeza lo confirmé. Un señor ya vivido y jodidón; y muy rico, pues su coche era de los caros. ¿Para qué te arriesgas, mensa, con la de locos que andan por ahí?, pensé. Pero era buen dinero y nunca me había subido a una nave como esa. Además me hacía falta para pagar mis deudas, y como diría una compañera mía, nada pasa por casualidad.
—Okey, papi, tu ganas. Ábreme.
Con la oscuridad encima dejamos atrás la ciudad y nos metimos en la carretera como si nos fueran persiguiendo. Traté de juguetear un poco con él para relajarlo. Estaba muy tenso, sujetando el volante como si se le fuera a escapar por la ventanilla. Me acerqué a su rostro y lo besé mientras le ponía la mano sobre la bragueta para acelerar la acción. Me sorprendió la dureza bajo la tela, tan rápida para alguien de su edad, y la ausencia de arrugas al rozarlo con los labios. Notaba la adrenalina a través del casimir, el olor de quien se excita con la emoción, con lo desconocido. El olor que una ya reconoce por experiencia en los chamacos calientes... ¿el aroma de la virginidad?
No, no es posible. Le saqué plática para no pensar más pendejadas de esas.
—Hacía mucho que no hacías esto, ¿verdad? Una canita al aire...
Pero él me tomó de la muñeca y la regresó por donde vino. No fue muy fuerte, pero me dolió.
Suficiente para preocuparme.
—Ya vamos a llegar. Quédate quieta y déjame manejar.
Obedecí. Esa voz se había vuelto oscura, potente. No me gusta probar la paciencia de mis clientes. Conozco el abuso y siempre trato de evitarlo. Él se dio cuenta y le bajó al tono.
—No temas. Quédate quieta y todo irá bien. Ya vamos a llegar.
Ese vamos a llegar sonó a final de suicida, y eso terminó de apanicarme. Ni siquiera parpadeé, aunque tenía ganas de cachetearme yo sola por estúpida y confiada.
—Bebe. Te hará bien.
Me quedé mirando el termo que me ofreció. ¿Y si era veneno?
—¿Vas a matarme?
—No seas tonta. Te necesito viva. Cuando lleguemos entenderás.
Antes de quedarme cuajada de sueño alcancé a mirarlo. Me llamó la atención el que se viera más joven. Pero no me sorprendió. Sé por experiencia que la noche y la lamparitas de los coches disimulan bastante bien las arrugas. Ya no entendía nada, ni quería entender. Nomás cerré los ojos y ya no supe más.
—Ya llegamos. Espabílate.
No sabía cuánto tiempo había pasado. Ahora su voz era la de un jovencito, tipluda e insegura. Nada que ver con la voz gastada que escuché en la banqueta, con el vozarrón de secuestrador que me aplacó en la carretera. Ahora sí me sacó de onda. Me cayó el veinte de que algo extraño le pasaba o que yo ya estaba lista para el maniquiur.
O ambas cosas.
Por fin el auto se detuvo en una playa desierta. Ese no era el Acapulco que yo tenía en mente. Ni hoteles, ni tráfico, ni foquitos en los cerros ni bahía ni nada. Sólo arena y una oscuridad más oscura que la noche: el mar. Iluminado por los faros del coche, nos llamaba con un ronroneo, pero no nos calmaba. No había rastro de gente ni ruido. Sólo nosotros y la oscuridad.
Nos quedamos adentro, como si el auto pudiera protegernos contra el peligro. Aunque yo no entendía cuál, estaba allí, se sentía. Era real. Y me hacía temblar.
—¿Es chistoso, no? Siempre fui un hombre con metas...
Fue la voz de un puberto la que dijo esto, de un chavo demasiado anciano, demasiado maleado para mantener esa voz pura sin que sonara mal. Una voz vieja con tonos y matices demasiado juveniles, chocantes.
Demasiado dolorosa para ser falsa.
—Un día, deseas ser joven de nuevo, recuperar el tiempo perdido. Pero no crees que eso se va a cumplir. Como no crees ya en nada, no imaginas que ese deseo se vuelva realidad...
Todo esto lo dijo sin que pudiera verle la cara, pero entonces la luna, gorda y llena tras las nubes que la escondían, le iluminó un poco el rostro, y entendí que no bromeaba. Se le iban cayendo los años como si fueran polvo sacudido a trapazos, dejándolo desnudo. Al fin entendía, pero no supe que hacer. Me quedé callada, esperando. Finalmente, cortó su rollo y me enfrentó.
—¿Me sienta bien la juventud?
—¿...
Tomó mi silencio como una decepción esperada, lanzando una risita.
—Bueno... ya me lo imaginaba. Ven...
Finalmente salimos. No me resistí, porque llevaba horas sentada y el cuero del asiento se me pegaba a las piernas, pero me quedé atrás, como si el coche pudiera protegerme de su dueño. Lo vi caminar hacia la orilla y se quedó mirando la negrura, buscando el horizonte.
—Hacía tanto que no venía a la playa. Tenía tanto trabajo...
Bajo su nueva adolescencia se asomaba el viejo, desilusionado de su vida, hablando consigo mismo. No quería acercarme, pero el calor me sofocaba. Lo único que quería era saber qué pintaba yo en todo eso, cómo escaparme sin volverme loca.
—...demasiadas obligaciones, ¿sabes? Negocios, conferencias, lidiar con la prensa, atender a mi esposa, cuidar a mis amantes...
Todo era tan sereno que era intolerable. Ni un granito de arena se movía, ni una brisa refrescaba el aire o desordenaba el pelo que le invadía el cráneo tras años de calvicie. Hubiera preferido que él gritara, que se desatara un huracán sobre la playa, que me abofeteara si así se rompía el hechizo que nos ataba a los dos. Fue sólo cuando salió el primer rayo de sol que él se derrumbó, como si en contacto con ese brillo se acelerara el rejuvenecimiento, chupándole toda la energía. El vómito le brotó de golpe y lo dobló sobre la arena, expuesto al mar. No me acerqué al principio, pero las arcadas fueron tan violentas que no soporté verlo así, casi ahogándose en sus tripas mientras era azotado por las olas. Por eso corrí a sostenerlo, olvidando el miedo y el horror. Al sujetarlo lo vi tan pequeño que me sentí como una madre estrechando a un hijo.
El me habrá adivinado el pensamiento. Aunque su esfuerzo era tan penoso como el dolor que sentía, me habló al oído.
—¿No tienes hijos, verdad?
—No—, respondí, —Así fue mejor.
—¿Por qué?
¿Para qué contarle? ¿Para que decirle en medio de todo esto que me negué a tener un hijo que también sería mi hermano?
Él comprendió y siguió con lo suyo.
—Yo tengo tres. Mas los naturales.
Se rió con toda la fuerza que le quedaba, sin ganas ni aire, y la amargura de esa carcajada me pegó de lleno en la cara, aumentando el asco que me daba su bilis. También se rió el fantasma de mi padre en mi cabeza, pero me negué a llorar. Las dos risas se parecían tanto que imaginé que él también tenía una hija, y que mientras la violaba ella sollozaba igual que yo con mi padre, y que ambos manoseaban igual, en los mismos lugares, con el mismo gusto al lamer nuestras lágrimas. A pesar de esto, no logré que mi odio superara mi lástima hacia ese hombre que había dejado de serlo.
—Dejé todos mis papeles arreglados... no necesitarán buscarme... mejor eso que el absurdo, y el escándalo... ¡el empresario convertido en niño...! ¡Pasen y véanlo!
Su carcajada volvió a sonar combinada con otra arcada, y ya no sabía donde empezaba una y terminaba la otra. Era horrible ver a esa criaturita llena de desprecio y años, mientras recordaba mi propio dolor. No podía dejar de ver otra vez a mi padre arrancándome la ropa, abriéndome, tapando mis gritos...
Ya no aguanté mas. Nuestras lágrimas cayeron al mismo tiempo, y antes de poder soltarlo me sujetó las manos con todas las fuerzas de adulto que aún le quedaban.
—...un día deseas volver a empezar, ¡volver a ser joven! ¡pasar otra vez por todo lo perdido...! ¡Tú me entiendes, vedad...?
No quería repetir eso otra vez, pero no podía alejarme de los recuerdos. Ni siquiera cuando me sacaron al bebé logré olvidarme de...
—Era tan sólo un deseo como cualquier otro... ¿cómo saber que se me iba a conceder así nomás...?
Lo comprendía. Su deseo se había realizado y ahora sentía horror de verdad. Estaba vencido sobre la arena, cada vez más inseguro, más pequeño entre mis brazos mientras el mar le robaba la vida a lengüetazos. Un abuelo más joven que sus nietos. Lo que seguía sin entender era mi papel en ese drama. ¿De veras querrá una puta como nana?
Pero entonces me alcanzó la idea. Su idea. Y temblé.
Nada pasa por casualidad.
—Lo deseas...
—Está loco...
—Te lo suplico...
—¿Por qué yo? ¡Hay otras mejores que yo!
Con la mirada me traspasó y me callé. Sí ya pasó un milagro no hay nada que impida que suceda otro. Al igual que él, no tenía escape. Estábamos atrapados en el dolor de nuestras vidas, y entre nosotros no habría ya más secretos ni barreras.
—Te rasgaron por dentro, ¿no...? Te lo arrancaron y te dejaron seca. Se te nota en el afán de cuidarme como a un hijo...
En mi cabeza escuché la frase antes de que la dijera, y me dolió el doble.
...un hijo que nunca tendrás...
Era inútil tratar de huir. Imposible escapar de ese playa, de mi padre, de las palabras del doctor: nunca podrías tener otro después de esto. Debiste venir antes.
No valía la pena aguantar el llanto o tratar de entender. Era imposible detener al sol, evitar que su cuerpo se disolviera entre mis dedos. Derrotados, él y yo nos rendimos por fin a lo que el misterio dispusiera.
—¿Y ahora qué? ¿Qué debo hacer?
—Tú, nada. Pero yo sí puedo hacer algo por ti. Sólo ayúdame.
—¿Cómo?
—Llenando el espacio que ocupa el vacío en ti. Yo sé que estás hueca. Pero yo puedo llenarte, aunque sea con mi ausencia.
—Eso es ridículo.
Y sin embargo en el fondo no me lo parecía. Era como cuando entré al negocio y me explicaron en que consistía todo: Es fácil, chula, tan sólo hay que dejar que llenen los espacios y listo. A cobrar y a chingar a su madre.
La desesperación invadió su rostro de bebé.
—¡No! ¡No lo es! Ni todos tus clientes juntos han podido llenarte como yo lo puedo hacer, como lo hace un hijo al salir de su madre. No pueden ni podrán por más que quieras, porque no son más que machos sin gracia, animales deseosos de vaciarse. Yo sí puedo llenar ese espacio que te robaron, porque soy hombre e hijo a la vez. Porque me llevaré tus penas conmigo.
Quería matarlo, quería correr, hundirme entre las olas, lo que fuera. Y sin embargo, algo en mí, más fuerte que yo, aceptaba esa idea.
—¿A quién le importa lo que nos pase? ¡Déjame!
—A ti y a mí nos importa. Deja de compadecerte. Déjame entrar en ti y ocupar antes de desaparecer el lugar del hijo que jamás podrás tener.
—Tú nomás vas en reversa, te disuelves...
—Y tú eres una puta sin futuro. ¿Y? ¡Esta es nuestra oportunidad! No nos queda mucho tiempo. ¡Ya decídete!
No sabía qué hacer. Pero finalmente obedecí. En el fondo él tenía razón. Sin pensarlo más me desnudé y lo tomé entre mis brazos, llevándolo directo hacia la puerta.
Era cierto, era apenas un muñequito de carne a punto de deshacerse. Me sumergí en el mar y éste nos recibió tibiamente, abrigándonos.
—Sólo abre las piernas...— fue lo último que dijo.
Así lo hice, como tantas veces. Finalmente comprendí qué pasaría. Nada podría impedir lo que ya estaba planeado. Cerré los ojos y dejé que entrara, que hiciera lo contrario a lo que hacen todos los niños al llegar al mundo. Pensé que nos costaría más trabajo, a él penetrarme y a mí soportarlo, pero todo resultó tan natural...
Cuando acabó me apuré a borrar cualquier pista. El sol ya estaba afuera, quemando el agua. Salí, me vestí y caminé hacia el auto. Limpié con un trapo que traía bajo el asiento todo lo que toqué y me llevé su cartera, sin dejar nada que me relacionara con él.
Tan sólo me alejé, sin mirar atrás. Y eso es todo.
Con todos los espacios cubiertos en mi vida, hasta disfruté el desayuno y el viaje de regreso a la ciudad.